En el vasto paisaje del lenguaje, existen palabras que poseen un poder peculiar, capaz de pintar realidades con trazos definitivos. Palabras como "nunca", "jamás", "siempre" y otras de su estirpe, se erigen como guardianes de la certeza, del límite inquebrantable, del absoluto. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando nos aventuramos a explorar las fronteras de lo absoluto? ¿Son estas palabras realmente infalibles en su aplicación, o más bien actúan como espejismos lingüísticos que desafían nuestra percepción de la realidad? Creo que van perdiendo poder con el transcurrir de los años, no de los años de la humanidad, sino de los años personales. Puedo recordar la facilidad con la que se dice “siempre”, “nunca” y “jamás” en nuestra juventud, en esa misma época que se es idealista, que se sueña con recorrer el mundo y cambiarlo. Al pronunciar un "nunca", ¿acaso no estamos encerrando posibilidades en jaulas de acero, negando la entrada de la duda y la flexibilidad? ¿Es el "siempre" más que una promesa imposible de cumplir, una declaración de fe en la constancia eterna en un mundo de cambios y mutaciones? En un mundo donde ni una célula, ni un átomo, nada (absoluto y creo que de las muy pocas ocasiones en que es tan fácil de usar) es permanente.
En el arte de la comunicación, el uso de palabras absolutas puede ser un arma de doble filo entonces. Por un lado, dotan a nuestro discurso de contundencia y fuerza, pero corremos el riesgo de caer en la trampa de la simplificación excesiva, de la falta de matices y de la exclusión de verdades posibles, más posibles y viables que el siempre, nunca y jamás. Quizás, en lugar de ver a las palabras absolutas como dictadoras inflexibles, podríamos considerarlas como guías que nos invitan a explorar los límites de lo conocido, a desafiar nuestras creencias arraigadas y a abrirnos a la riqueza de lo ambiguo y lo contradictorio. Me costó mucho salir de afirmaciones y negaciones absolutas, frases como “te amare para siempre”, “nunca te dejare” el tiempo me mostro como varían las emociones, los sentimientos, los pensamientos y, en consecuencia, las acciones las cuales no siempre serán las mejores porque la carga de la culpa de no cumplir el “absoluto" no es fácil de cargar.
En última instancia, el uso de palabras absolutas nos recuerda que el lenguaje es un reflejo imperfecto de la realidad, una herramienta poderosa pero limitada para expresar la complejidad del mundo que habitamos y más aún del universo en nuestra mente. En nuestras manos está la responsabilidad de utilizar estas palabras con sabiduría, conscientes de su poder y de sus limitaciones, ojalá, palabra que amo y que significa “Dios quiera” más tempranos que tarde descubramos que lo absoluto es el cambio y que todo lo demás es un “mientras”, si, así es, mientras se sienta, mientras se cuide, mientras ocurre, mientras vivimos y las permanencias y ausencias no dependen de la palabra sino de la acción.
Así, mientras nos aventuramos por los senderos de lo absoluto, recordemos siempre la fragilidad de nuestras certezas y la vastedad de lo desconocido que se extiende más allá de las palabras que pronunciamos. Nunca olvidemos que, en el universo de lo absoluto, la única constante es el cambio y la única verdad es la incertidumbre.
PD. Siempre voy a amar tener un feedback de parte de mis mente polifacéticos, jamás me cansaré de leerlos, nunca duden de eso. Y si me hice entender sabrán que todo esto es verdad “aquí y ahora” ¿ya leyeron el artículo de la semana pasada que habla sobre ello? ¿no?, ve lee ese primero... ah! si estas en este párrafo ya leíste este... "la paradoja de la vida", para otra entrada del blog. Nos leemos en 168 horas.
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